No hay mucho que comentar del 0 a 0 de locales ante el CADU de Zárate. Por eso prefiero dedicar esta vez el espacio a María, a la doña María gigante, abuela incansable de Walter Bulacio, que pidió durante 23 años justicia para su nieto. Hace unos días, este pequeña mujer de acero se fue con sus 85 años a encontrarse por fin con Walter. La recuerdo, en una nota que publiqué en algunos medios, y que reitero para Prosadragona. No olvidando aquella, su inolvidable presencia y solidaridad ante la muerte de nuestro Fernando Blanco, que fue muerto por la misma policía que mató a Walter, y a la misma edad, 17 años.
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María va
Ahí va María volando, urgente, con su
cuerpito en ráfaga, a alcanzar en el mundo de los buenos a su nieto
Walter. Llega rápido a acunar a su nieto que hace rato le reclama un
cuento. No hay beso más grande que el de este reencuentro entre
María y Walter. Galaxias extrañas reclaman atención, dioses
dormidos despiertan incrédulos de semejante amor, y desde los
bordes del universo marchan felices las almas redimidas.
María Ramona Armas de Bulacio, bajó
sus armas por un rato, para abrazarse a Walter y volver, porque
luchas como la de ella, nunca terminan. Mary, o doña María después,
hasta estos 85 años de edad con los que nos dejó por un rato,
recorrió los cien y un barrios porteños marchando para que se
supiera que a su nieto Walter Bulacio, que tenía 17 años en abril
de 1991, lo mató la policía. Y reclamaba justicia, y la lloraba,
porque la ausencia de justicia con los que menos tienen, con los que
menos pueden, con los más indefensos es para llorar mucho de rabia.
Eran los primeros pasos de una era de las boludez y el olvido. El
menemismo hacía florecer los horripilantes cactus del
individualismo, se vomitaba con pizza y champán a la memoria, y así
las fuerzas represivas se entonaban todavía más con los Indultos a
los genocidas de la dictadura.
María adoraba a Walter, era su nieto
preferido. Walter estaba por terminar el secundario, hinchaba por San
Lorenzo y escribía cuentos. La abuelita le dio la plata aquel 19 de
abril de 1991 para que viera a su banda favorita, los Redonditos de
Ricota, en el estadio de Obras Sanitarias del barrio de Núñez.
Falló como tantas veces la organización, quedaron muchos afuera y
ahí aprovechó la policía para hacer lo no debe: reprimir, apalear,
apresar. Y Walter fue a parar al calabozo de la comisaría 35 sin ver
a Patricio Rey y nunca más a su abuela, hasta ahora, que andan
chapaleando en la bruma esponjosa de Buenos Aires. Una semana
después, Walter fallecía por los golpes recibidos.
Yo la he visto una vez a María, ahí
nomás de Obras, cerca de la 35, en el club Defensores de Belgrano,
solidarizándose en un acto en memoria de Fernando Blanco, otro pibe
de 17 años como Walter, asesinado por la policía. Con su sonrisa
tibia, se puso la camiseta del club, y en cada mano levantaba las
fotos de uno y otro. Y la vi pasar, con su pelo blanco, como otro
blanco pañuelo de madre o abuela que busca, en medio de cientos de
encendidos estudiantes secundarios que rumbo a la Plaza de Mayo
reclamaban por Walter. Y otra vez estuve cerca de Mary, que andaba
agarrada, como si no fuera a soltarse jamás, de los barrotes, de
las rejas, que no eran de la cárcel que debió ser, sino de la casa
del comisario Espósito, responsable de aquella nefasta comisaria 35.
“Usted me puede explicar por qué ha
muerto mi nieto” le he escuchado preguntar tantas veces en los
últimos 23 años. El año pasado, en una de las burlas más notorias
de esta justicia burguesa y retrógrada, recién el año pasado, el
comisario Espósito fue juzgado y condenado. Su pena dio pena: de
tres años en suspenso… María ya andaba enferma y no pudo
presenciar el juicio. La representaron sus compañeras indoblegables
de lucha, Tamara, nieta y hermana de Walter y María del Carmen
Verdú, la consecuente abogada.
Dicen que María murió el sábado,
pero es un descanso, nomás. Siempre la veremos andar pidiendo por
Walter, por la verdad, dando vueltas por un mundo dado vuelta…