Tengo a Santiago doliéndome en todo el cuerpo. Mis pulmones no
se contraen como siempre y no es por mi vieja
agresión de humo: es el aire que huele extraño. Mis tripas andan ruidosas,
páncreas, hígado, intestinos parece que andan de piquetes porque en este último
mes nada me cae bien. Mi corazón pide piedad a las caprichosas neuronas: no
encuentran otro razonamiento que no concluya en la inmediata aparición con vida
de Santiago Maldonado. Las neuronas que todavía no fueron vencidas sometidas por mis ojos al prender la TV, insisten con reunirse a cada
instante para que mi cabeza explote de bronca: testigos, fotos, pruebas
confirman que Santiago fue mandado a desaparecer por el Estado que hoy conduce
Macri. Mi hemisferio izquierdo que anuda sueños, fantasías, a veces afiebradas
ficciones, me dice todavía que no puede ser verdad.
Así las cosas, mi corazón puja por salirse del pecho y mis
pobres piernas amenazan con correr ante el primer barbudo bueno que se asome,
ante el primer joven que pase de rostro confeccionado con fruición por duendes
y hadas. Pero Santiago no parece bueno, es. Maldice el capitalismo, la
obligatoriedad de consumir y no sabe cómo tolerar las injusticias. Por eso no
las tolera, y cuando puede da una mano con una de las dos que tiene, armado
únicamente con su certeza tan vital de que la tierra debe ser de todos.
De repente mis manos
quieren intentar que haga la vieja vertical de la gimnasia escolar. Intento
entender que es para que mire el mundo al revés, porque tal vez patas para
arriba uno se lleve mejor con la sociedad. Es que no puede ser que siempre
caigan los mejores, los buenos, los justos.
Pero mis brazos ahora quieren otra cosa. Quieren abrazar,
abrazar, ir abrazando, ir del brazo a esa Plaza de Mayo habitada de pañuelos. Mañana
cuando sean las cinco, abrazando y preguntando por Santiago Maldonado, tal vez la verdad se haga temblor que haga caer, al
fin, a los abnegados precarios de la mentira.