jueves, 28 de abril de 2011

Los campitos de Núñez (27 de abril, el barrio cumplió 138 años)


El barrio de Defe era otro en mis años de asombro, infancia y juventud. La avenida Comodoro Rivadavia nacía ancha, anchísima, casi salvaje desde las vías del Ferrocarril Mitre, y nos obsequiaba a los pibes sus tres "campitos" hasta la avenida Del Libertador. Si hoy a algún chico de barrio se le cuenta que hubo una vez, que hubo una ciudad de Buenos Aires con muchos pedazos libres para jugar, correr, revolcarse, hacer goles, comer ramitas de pasto y cazar mariposas, no lo va a creer rodeado de pantallas de TV y PC , ni tampoco asomado al murmullo de autos desde su ventanita de edificio que da a la ventanita de enfrente. Pero nosotros, en el barrio, vivimos el edén de tres canchitas propias, de tres "campitos" propios, que eran nuestros por derecho propio de vecindad y de ocupación.
Pasábamos días enteros en los "campitos", que se llamaban así, o potreros. Pero acá eran "campito": "¿Martín está? No, se fue al campito", contestaba mi vieja.
El primer "campito" lo habíamos tomado por la mitad, porque era irregular en sus cercanías con las vías. Lo usábamos a lo ancho y en el límite con la calle 3 de Febrero. Tanta suerte teníamos, que había dos arcos ya hechos o casi, para jugar al fútbol. Unos atacaban para "el cartel", una pesada y alta estructura de chapa sostenida por pilotes de madera de dos metros, que ofrecía sus dos caras para pegar propagandas. El arquero se ubicaba debajo del cartel, y la pelota se iba alto si sonaba el estruendo de la chapa. Los otros avanzaban para el arco del "lechero", que armábamos con los pértigos de su carro que descansaba con caballo y todo frente a su casa, que era como la del casero del campito. El problema era con el alazán del Lechero. Era como nuestro también y lo queríamos, y no nos gustaba que recibiera pelotazos. Lo atábamos en un árbol desvencijado casi sobre la calle. Pero una vez, jugando un desafío con los de la calle Jaramillo, "Llanero" -así le decíamos por la serie El Llanero Solitario- se soltó con árbol y todo, y tapó un tiro de gol de los contrarios. La que se armó. Que fue gol, aullaba la contra, que saque de arco decíamos nosotros. Hubo piñas, se acabó todo, y terminamos rajados por el Lechero que era bueno, pero dormía todo el día cuando lo dejábamos, después de repartir bien temprano en cada puerta del todo el barrio la leche en botellas verdes, petisonas y regordetas.
El otro campito, el del medio, era el más grande, el más importante, para mí era como un mundo inagotable, donde jugábamos al fútbol los partidos más serios, pero a la vez era el lugar que nos permitía hacer las piras más altas cuando era el día de la Fogata de San Juan, o el que nos daba espacio para refugiarnos en carpas artesanales para esperar la Tormenta de San Rosa. En esa Comodoro Rivadavia de tierra y pasto, en ese segundo "campito" metido entre las fronteras del empedrado de las calles Vilela, 3 de Febrero y 11 de Setiembre, la vida andaba rebotando, fabricando entusiasmos. Como uno de los laterales de la cancha, coqueteaban desde los fondos de las casas que tenían su entrada por Paroissien -la calle que finalmente completaba la amplia manzana- unos cuantos árboles con nísperos y ciruelas, que uno de nosotros robaba tras subirse a la pirámide de dos o tres que lo sostenían. "Dame un pie" en realidad era cruzar ambas manos donde ponía su pie el trepador. En el colmo de las generosidades, una de las dos casas que tenía su entrada por el campito, estuvo casi siempre envuelta en el misterio de su abandono. Era la "Casa de Irene", una Irene rubia, diáfana, madre de dos niños, diáfanos y rubios, que de buenas a primeras se transformó en un fantasma, y ya no se la vio más ni a ella ni a los niños, y el frente blanco se hizo gris y su jardín no se hizo selva gracias a nuestra presencia. Y con las bajas paredes del frente como asientos se conformaba el vestuario y la antesala para los partidos, y en tardecitas de lluvia era el rincón donde ejercitábamos algunos besos con las chicas del barrio. También podíamos guarecernos en “las piedras”, dos moles de granito que habían sido paisaje del arroyo Medrano y que misteriosamente habían sobrevivido al entubamiento. Eran tan grandes que tres de nosotros nos ubicábamos cómodamente en cada una. Y el follaje de un viejo ombú de la “mansión Nigües” nos protegía de inclemencias. La mansión era una vivienda saturada de chapas y tierra donde vivía el “Rana”, un pibe corto al que tenían corto y no lo dejaban mucho juntarse con nosotros. Menos, después de una época en que se nos dio por cazar pajaritos con gomera y ya que estábamos, bajar alguna bombita del alumbrado público, una de las cuales iluminaba la bocacalle cercana a la mansión del Rana. “Las Piedras” era otra sede principal de nuestros encuentros, en esa rara ochava delgada por la avalancha de las calles Comodoro Rivadavia y Vilela, en su cruce con 11 de Setiembre.
El tercer "campito" era el que terminaba de derramar a la Comodoro Rivadavia de tierra sobre la avenida Libertador. Desde 11 de Setiembre arrancaba el último tramo de nuestra fiesta, y a la izquierda estaba el cacareo del gallinero del "Mosca" Gustavo, y el arrullo de sus palomas, y su loro Toto de las puteadas, y el perro Pucky saltarín que jugaba mejor al fútbol que el "Cabezón" Carlitos. Esta franja se embarraba fácil por la ansiedad del arroyo Medrano de abajo, que ya estaba más cerca de ver el sol allá pasando Defe, en su desembocadura en el Río de la Plata. Entonces a veces en el barro armábamos partidos de rugby con una pelota ya ahuevada de tan descocida, con la cámara a punto de estallar, y nos despanzurrábamos muertos de risa en los charcos. Y si se prendía "la baronera", el momento era sensacional. "La baronera" era una morocha de buen cuerpo, flaca, de cara aindiada, mayor que nosotros, hermana de Raúl, un muchacho del barrio también más grande que nosotros, que supo beberse de la mejor forma la breve poción de fama que a veces se nos derrama sin quererlo, cuando el dictador Menéndez de la dictadura procesista lo atacó con una sevillana en las inmediaciones del Congreso Nacional. La foto del milico decadente atacando a Raúl, que le había dicho en la cara lo que correspondía, dio vuelta al mundo entero. A su hermana "la baronera" le gustaba a veces jugar juegos de hombres porque la energía se había ensimismado con ella, y ella la absorbía y la absorbía incansablemente y entonces las muñecas inmóviles no eran para "la baronera", se ahogaban entre sus dedos largos.
Toda esta atmósfera de pasto, tierra, pájaros, pelotas, amigos, amigas, rivales, caricias, asombros, mañanas y atardeceres, era la gran antesala para el cruce de la avenida Del Libertador. Hacia Defe íbamos dejando todo cuando el equipo jugaba, y nos poníamos otros pantalones para pasar horas con los primeros cafés y cigarrillos en el bufet aquel amplio con metegoles y mesas de billar.
El tiempo parecía elástico, como los músculos de nuestros corazones, siempre encendidos entre los "campitos" y Defe.
(Publicado en el libro "Corazón Pintado")

4 comentarios:

  1. Linda acuarela del Núñez de aquellos años. Creo que hace falta un buen libro conla historia del barrio, ¿no?

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  2. Y del otro lado de la vía hacia Cabildo...
    La Sieburger, también con una canchita pegada a las vías, en la estación de Nuñez la Carbonera, otra canchita, después hasta Cabildo también había otros campitos con sus muchas piedras sobre la Comodoro rivadavia y en la Balcarce la otra cancha...
    Defensores...
    El barrio en que nací... una tarde mi viejo me llevó y la vida nunca más nos separó !!!

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  3. no era el lechero era el pescador. y no naciste en el 58.
    los pibes de escobar

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  4. Quiero decirles a los "pibes de Escobar", que a veces la memoria mejora el recuerdo y que es cierto, no nací en el '58. Ese fue un error de imprenta. Soy del '60.

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